jueves, 30 de enero de 2014

Evangélicos y católicos en la vida pública

1- Introducción

Pocos años atrás habría sido difícil de concebir en Latinoamérica algún tipo de trabajo práctico en común entre católicos y evangélicos. Crecientemente, sin embargo, uno puede encontrarse con algo semejante, aunque se trate de pasos tímidos y por temas muy puntuales. Se ha tratado, en efecto, de tópicos como la oposición al aborto o de aspectos de la legislación sobre la familia. No es extraño que eso ocurra, pues los desafíos que se enfrenta son similares. Algunas políticas públicas respecto de la homosexualidad, por ejemplo, han tenido efectos similares para instituciones de educación católicas y evangélicas. Hace ya casi tres décadas el teólogo bautista Timothy George acuñó la expresión “ecumenismo de trincheras” para designar el tipo de trabajo nacido en ese escenario. Pero dicho “ecumenismo de trincheras” no es tan nuevo. La experiencia de los regímenes totalitarios del siglo XX, por ejemplo, muestra un amplio abanico de experiencias similares. El luterano Bonhoeffer escribiendo su Ética en un monasterio benedictino está lejos de ser algo excepcional. Dicho texto combina además, de un modo que en cualquier época necesitamos, la respuesta a un dilema urgente con el enraizamiento en todo un modo cristiano de pensar sobre la vida pública. Quien se inicia en tal modo de pensar deja de estar simplemente en trincheras, y comprende que puede haber una reflexión común en torno a un sinfín de materias, desde nuestro uso del dinero hasta las dificultades de vivir de modo fiel en un mundo pluralista.
Todo esto parece significativo. Creo que no sólo lo parece, sino que lo es. Pero debe al mismo tiempo ser visto con alguna cautela: el hecho de enfrentar un mismo obstáculo, así como el hecho de juntos poder obtener mejores resultados, no vuelve homogéneas dos creencias; ni siquiera alcanza a ser un motivo suficiente para efectivamente hacer algo juntos (salvo que uno que se haya entregado de antemano a la eficiencia como único criterio, pero en ese caso seguramente no se estará en condiciones de corregir el rumbo de nuestra cultura). Por lo demás, si la cuestión se agotara en alianzas estratégicas, tendría un sentido similar el escribir sobre “evangélicos y musulmanes en la vida pública” o sobre “católicos y judíos” en la vida pública. Y tales fenómenos por supuesto también existen, y hay niveles en que pueden requerir de un impulso mayor. Pero lo que aquí intento abordar es algo cualitativamente distinto de ese tipo de alianzas.
La razón por la que es algo cualitativamente distinto, se encuentra en el hecho de que los problemas que hoy enfrentamos guardan cierta relación con el momento histórico en que se produjo la separación de la cristiandad occidental. En efecto, hay dos fenómenos del siglo XVI y XVII que en gran medida siguen configurando el escenario actual: el surgimiento de confesiones rivales (e incapaces de imponerse por la fuerza la una sobre la otra), pero el surgimiento paralelo de un Estado que precisamente en tal escenario de división asume un papel inédito. Enrique VIII, un personaje bien representativo de ese doble escenario, es alguien cuya voracidad no se agota en haber dado muerte a Tomás Moro, el patrono de los gobernantes y políticos católicos, sino que desde un primer minuto es más bien un “asesino ecuménico”. En un mismo día de julio de 1540, por ejemplo, decidió decapitar a tres católicos y tres evangélicos. Un actor fundamental de la división confesional se nos revela así como un ejemplo paradigmático del ascendente poder estatal y su actitud ante toda creencia cristiana robusta.
Eso nos recuerda que muchos problemas contemporáneos parten precisamente en una encrucijada singular: el surgimiento del poder secular moderno se encuentra estrechamente vinculado con la división de la cristiandad. Esto no significa que la Reforma protestante sea un fenómeno deplorable o innecesario por el que sus herederos debamos sentir profunda vergüenza; pero sí significa que si reconocemos la Reforma como una necesidad, podemos tener que aprender a verla como una “trágica necesidad”. Verlo como una “trágica necesidad” no implica ni remotamente pensar que todo lo que ha venido después deba ser considerado catastrófico, que deba tenerse una imagen puramente negativa de la modernidad. Pero sí puede contribuir a recuperar una mirada receptiva respecto de la comunidad de convicciones que existía. Para ilustrar dicha comunidad de convicciones que subsiste en medio de la lucha confesional, C. S. Lewis nos invita a considerar a un católico y un evangélico martirizados: el ya mencionado Tomás Moro, ejecutado por Enrique VIII en 1535, y William Tyndale, la primera persona en haber traducido la Biblia del hebreo y griego al inglés, ejecutado el año siguiente por las autoridades imperiales:
Excepto en la teología, no deben ser mirados como representantes, respectivamente, de un orden antiguo y un orden nuevo. Intelectualmente ambos pertenecían al mundo nuevo: ambos eran filólogos griegos (Tyndale también hebraísta) y ambos despreciaban arrogante y tal vez ignorantemente la Edad Media. Y si suponemos (lo cual es bastante dudoso) que en ese momento se estaba reemplazando un orden feudal por un sistema económico y social más duro, tanto Moro como Tyndale pertenecían al orden antiguo. [...] Ambos exigían que las pretensiones del “hombre de negocios” estuvieran totalmente subordinadas a la ética cristiana tradicional. Ambos rechazaron la anulación del matrimonio del rey. A ellos mismos lo que tenían en común ciertamente les debe haber parecido un mero “factor común”: pero hubiera sido suficiente, si el mundo hubiera seguido al menos eso, para cambiar todo el rumbo de nuestra historia.
Pero recordar esto no puede ser para encerrarnos en la simple queja o nostalgia respecto de lo que habría ocurrido “si el mundo hubiera seguido al menos eso”. Más bien tenemos que preguntarnos qué podría ocurrir si hoy se encontraran un Tomás Moro y un William Tyndale: tras la experiencia de una época moderna en que han estado separados, ¿en qué campos podrían volver a trabajar en común? ¿Qué deberían aprender de cómo ha actuado el otro entretanto? ¿De qué trampas se deben cuidar si buscan trabajar juntos? Ante el creciente trabajo conjunto en muchas partes del mundo, requerimos detenernos a reflexionar detenidamente al respecto.

 

 2- Temas

Comencé el presente artículo llamando la atención sobre algunos temas puntuales de controversia contemporánea. Ante eso puede por supuesto surgir un tipo de objeción sencilla: la de quienes acostumbran rechazar la concentración en esos temas, sosteniendo, por ejemplo, que debemos ocuparnos más de “ética social” que de “ética sexual”. Ese tipo de contraposiciones pueden merecer una serie de comentarios, y el sólo hecho de que se considere al aborto como parte de una “ética sexual” ya debiera resultar ilustrativo respecto de lo falaces que son estas alternativas. En lugar de llamar la atención respecto de distintos polos de controversia ética, sería tal vez más fructífero notar que el trabajo cristiano requiere de fortalecimiento y refinamiento en la mayoría de las áreas. No necesariamente ha sido pobre en ruido, pero muchas veces sí ha sido pobre en la explicación de su posición. Fortalecimiento y refinamiento son, en efecto, cosas compatibles: lejos de llevar de modo necesario a juicios más burdos, el concentrarnos decididamente en cualesquiera temas controversiales es algo que se puede hacer buscando entender también matices, intentando reconocer la dificultad de los problemas y procurando por lo mismo tratar mejor a las personas. Si hemos hecho algo mal en el debate sobre el aborto y la homosexualidad, típicos campos de controversia contemporánea –y seguro hemos hecho muchas cosas mal- eso no es razón para ocuparnos menos, sino para ocuparnos más de esos temas.
Con todo, quienes nos llaman a no limitarnos a esos temas tienen toda la razón. Tome usted cualquier tema y encontrará algo donde hay trabajo a realizar. Consideremos la preocupación ecológica. Desde luego ésta es crecientemente objeto de preocupación de los cristianos en muchas partes del mundo, pero también es un tema que en muchos sigue causando resistencia. Lo que requerimos es no sólo vencer tal resistencia, sino preguntarnos de modo explícito por lo que una reflexión cristiana puede contribuir. En este caso salta a la vista cuáles son los tópicos teológicos a los que se puede acudir: cuando hablamos de ecología, hablamos de cuidado por la creación. Un adecuado pensar sobre la ecología nos pondrá por tanto a trabajar en varias direcciones importantes: nos recordará que la doctrina de la creación no es un tópico indiferente que pueda ser dejado de lado sin consecuencias, y nos llevará también a hacer preguntas respecto de lo que significa el dominio dado al hombre sobre la creación; en particular, sobre qué significa a la luz del desarrollo moderno de la técnica. También aquí parece evidente que necesitamos una conjunción de convicción firme y apertura a los matices: hay algo de inevitablemente radical si se quiere tomar en serio los problemas ecológicos; al mismo tiempo, hay que cuidarse de que separar dicha radicalidad de la burda crítica en bloque a la civilización, que nos vuelve presas fáciles de recetas utópicas.
Demos un paso más. Nos corresponde a todos una honda reflexión sobre la pobreza y la riqueza. Nuestro planeta ha sido descrito como un “planeta de campamentos”, y ésa es una realidad por la que todos nos debiéramos sentir desafiados. Pero una vez más aquí estamos ante un tema en el que es crucial ser capaces de recuperar una tradición propia de reflexión social. Hay hoy bastante reflexión social realizada por cristianos. Pero en un gran número de casos se trata de una “babel ecuménica” que por una parte confunde el evangelio con la acción social, y por otra parte carece de definiciones fundamentales y rigor sistemático; muchas veces se trata de opiniones que por su condición de declaración ecuménica pretenden ser vinculantes. Como lo ha escrito Jordan Ballor, el resultado es que en lugar de reducirse el caos de opiniones de la sociedad individualista, “el movimiento ecuménico contribuye a la cacofonía moral a través de una interminable serie de pronunciamientos, decisiones, sermones, declaraciones, cartas, reportes y confesiones”. Pero la alternativa no es dejar la reflexión social, o dejarla simplemente en manos de expertos economistas que carezcan de una visión más amplia del hombre. Más bien hay que dirigir la mirada a aquellos lugares donde hay una tradición de reflexión social coherente. Y si hacemos ese intento nos encontramos con cosas que incluso en términos de su coincidencia cronológica son sorprendentes. En su desarrollo moderno, la doctrina social católica fue iniciada por la encíclica Rerum Novarum publicada por León XIII en 1891; pero el mismo año tuvo lugar en Holanda un Congreso Social Cristiano que resulta crucial por la figura que estaba detrás del mismo: Abraham Kuyper, el teólogo calvinista que llegaría a ser primer ministro de su nación a comienzos del siglo XX, precisamente tras lograr producir un trabajo en común entre católicos y evangélicos (algo en ese momento bastante más increíble que ahora). En ambos casos, el de León XIII y Abraham Kuyper, lo que tenemos es no sólo interés por “la cuestión social”, sino un interés por abordarla como una cuestión teológica de peso. Seguir el desarrollo de esas dos tradiciones puede ser fuera de toda duda iluminador.
Ahora bien, lo que he nombrado hasta aquí son tópicos específicos, y sería absurdo intentar ofrecer una lista con pretensiones exhaustivas respecto de temas que pueden o deben ser abordados. Lo que sí conviene notar es que al margen de cualquier tema específico, parece particularmente importante abrir los ojos a la existencia de una tradición común de reflexión social. Una tradición de reflexión social no es simplemente una reflexión en torno a tópicos morales específicos respecto de los que cabe tomar posición, sino también reflexión sobre la estructura misma de la sociedad, sobre la importancia de una vida institucional rica, sobre la importancia de una serie de libertades, de esferas de soberanía distintas de la estatal, sobre la importancia de que se conserve también ciertos hábitos mentales básicos. Una mirada muy indiferenciada del pasado nos puede llevar a imaginar que si hubo una tradición común, ésta acabó con la Reforma. Pero en el siglo XVII todavía es evidente que existe esa tradición supraconfesional de reflexión social: lo saben los católicos que han bebido del calvinista Altusio ideas sobre el principio de subsidiariedad; pero el mismo Altusio se nutría también sin complejo alguno de sus contemporáneos y antecesores católico-romanos. Tal defensa del papel de los cuerpos intermedios de la sociedad, de distintas esferas de soberanía, sigue hoy siendo un tópico compartido de preocupación, uno que dice relación no con un problema moral puntual, sino con la estructura misma de la vida social. Por lo demás, resulta no poco interesante que dos de las figuras emblemáticas del protestantismo del siglo XX, Martin Luther King y Dietrich Bonhoeffer, se refirieran desde sus respectivas celdas a Tomás de Aquino. Martin Luther King lo invoca en su célebre carta desde la prisión de Birmingham, para cuestionar la legitimidad de una ley positiva que no se ajusta a la ley natural; Bonhoeffer, en tanto, lo menciona desde la prisión de Tegel, diciendo que ha llegado a comprender por qué la ética aristotélico-tomista tiene a la prudencia por una de las virtudes cardinales: los crímenes de la masa lo habían llevado a comprender que “prudencia y estupidez no son éticamente indiferentes”. En ambos casos tenemos a protestantes que se están apoyando en una figura capital de la tradición católica, pero no para la defensa de una posición moral específica, sino por el tipo de pensamiento que se requiere para hacer tal defensa. Detengámonos, pues, a considerar en qué medida existe ese tipo de pensamiento en común.

3- Argumentaciones características y aprendizaje recíproco

A pesar de lo mucho conservado en común a lo largo de la época moderna, católicos y evangélicos han desarrollado la defensa de dichos contenidos de un modo distinto. Se trata de diferencias que obedecen en parte a la división confesional. Pero también son diferencias debidas a las posiciones de privilegio o exclusión que cada uno viviera en distintos países. En cualquier caso, esto implica que puede haber mucho de aprendizaje recíproco por delante.
Partamos por un elemento muy sencillo, la mencionada posición de mayoría o minoría.  Sería por supuesto desvergonzado decir que el catolicismo ha gozado sin más de una posición de ventaja social, y los evangélicos de una condición de minoría. En vastas zonas ha ocurrido lo opuesto, acompañado por sentimientos anticatólicos que también han encontrado expresión política (piénsese en el Kulturkampf alemán, en los Gordon Riots retratados por Dickens en su novela Barnaby Rudge, o en la dificultad que pocas décadas atrás había en Estados Unidos para aceptar la idea de que se pudiese tener un presidente católico-romano). Pero para el mundo hispanoparlante la realidad sí ha sido hasta hace muy poco la de una cultura mayoritariamente católica. No siempre se ha traducido en desventajas significativas para los evangélicos, pero muchas veces sí. En cualquier caso, lo que nos interesa aquí no puede ser un balance de las cuentas, si no los hábitos que esa condición de minoría o mayoría generan, y el tipo de aprendizaje recíproco al que invita.
Partamos por las virtudes: quien se encuentra en posición mayoritaria naturalmente se ocupa con más naturalidad de lo público. Eso puede por supuesto ocurrir porque se esté abusivamente aprovechando una posición de influencia, pero puede también ocurrir por el sencillo hecho de que en la vida pública no existen vacíos: espacio que existe es ocupado por alguien. Pero hay más: si el catolicismo ha ocupado de un modo significativo dichos espacios, es no simplemente porque estaba ahí, sino porque aunque exista una tradición común de reflexión social, el catolicismo tiende a ser mucho más consciente del hecho de poseerla: la conozcan o no, la expresión “doctrina social de la iglesia” es parte del vocabulario de los laicos católicos. Además, es una doctrina social que ha buscado muy enfáticamente mostrarse como capaz de ser transmitida a y compartida por el mundo no creyente. Como ejemplo de eso cabe pensar en el papel que en ella desempeña la noción de ley natural, pero ése está lejos de ser el único ejemplo. En un contexto crecientemente pluralista –no necesariamente ateo, pero sí hostil a la idea de una vida religiosa sólidamente estructurada- ésos son elementos que todas las tradiciones cristianas requerirán valorar. Pero desde luego el lugar en el que se encuentra la propia fortaleza puede ser también el lugar en el que uno corra mayores riesgos. Una posición mayoritaria puede ser algo a lo que uno intente aferrarse de un modo desesperado en situaciones en que ésta ya ha quedado atrás. Si los evangélicos ocasionalmente parecen de otro planeta por su falta de familiaridad con convenciones políticas básicas, para los católicos el riesgo es el de solemnemente seguir con actitudes de religión predominante, pontificando a la sociedad sin conciencia de los cambios que ésta ha vivido. Es una ventaja poseer una tradición capaz de apelar a evidencias ampliamente compartidas; pero en épocas de cambio existe el gran riesgo de que eso se convierta en la apelación a algo que era evidente, pero que en realidad ha dejado de serlo.
La realidad de las iglesias evangélicas parece exactamente la opuesta: el estar en una posición minoritaria –y en particular si es una posición minoritaria que implique alguna desventaja- puede constituir una buena formación, puede formar en necesarias virtudes. Quien aprovecha una experiencia como ésa se encuentra mejor preparado para el contexto pluralista contemporáneo: no vive el trauma de estar dejando una posición culturalmente hegemónica, porque nunca la ha tenido. Pero eso es precisamente bajo la condición de haber aprovechado la experiencia para adquirir tal formación. Porque así como la posición de hegemonía cultural tiene ventajas y desventajas, hay también riesgos en la posición de minoría. Son varios. Existe, por ejemplo, el riesgo de un enfermizo gozo por enterarse de situaciones de declive del catolicismo –sea la caída general del catolicismo en las estadísticas, o la caída en particular de algún sacerdote. Esa reacción no sólo se aparta del llamado a mirar la viga en el propio ojo, sino que también descansa sobre un supuesto palmariamente falso: si hubo un tiempo en que los retrocesos del catolicismo implicaban avances para las iglesias evangélicas, tal tiempo ya pasó. Además es fácil que en una situación como la actual, en que las políticas de reconocimiento están a la orden del día, cualquier grupo minoritario caiga en la trampa de un discurso de victimización. Lamentablemente hay que constatar que en muchos casos así ha ocurrido: basta levantar una piedra en el mundo evangélico contemporáneo para encontrar a alguien con el discurso lastimoso de los “derechos de los evangélicos”, de modo que en lugar de corregir se tiende a reforzar la tendencia victimista de nuestra cultura.
Pero la misma condición minoritaria puede –junto a otros factores- contribuir a algunos desarrollos positivos. No creo que sea errado decir que en el mundo evangélico se nota, más que entre los católicos, cierta conciencia respecto del trasfondo teológico de las posiciones rivales en la vida pública. Es decir, también cuando se reconoce la posibilidad de un diálogo sobre bases compartidas, se busca celosamente mantener conciencia respecto de cómo el corazón de las personas, necesitado de conversión, está detrás de las ideologías que desarrollan. A algunos esto les puede sonar demasiado espiritual para un artículo sobre la participación en la vida pública, pero es un punto que requiere particular consideración en un contexto pluralista. En tal contexto muchas veces se oye algo similar, pero que acaba siendo nada más que un perspectivismo relativista por el que cada uno sigue lo que le viene en gana sin sentir necesidad de justificación. El cristianismo por supuesto no puede seguir esa ruta, pero tampoco puede desconocer que hay elementos preteóricos que conforman de modo muy decisivo nuestro pensar. A lo que tal preocupación por el “corazón” tiene entonces que invitar, es en parte a reconocer lo lenta que es la discusión genuina; tiene que invitar a reconocer que la buena discusión no consiste en un rápido poner sobre la mesa montañas de evidencia y calcular quién ha ganado una discusión; más bien es un poner sobre la mesa las lealtades últimas, mostrar cómo éstas condicionan nuestras decisiones del día a día, y con tal conciencia aprestarse para el siempre imprevisible trabajo de la persuasión.
Ahora bien, mostrar lo que los seres humanos tenemos en común, esforzarse por crear un espacio público efectivamente compartido y de mutua comprensión, no es una tarea alternativa a mostrar el modo en que cada tesis depende de una visión de mundo y cómo cada visión de mundo depende de cierta inclinación del corazón. Muy por el contrario, el mostrar lo común y la antítesis son tareas que deben poder ser ejercidas simultáneamente, y un modo de aprender a hacerlo es por el simple hecho de que tradiciones fuertes en cada uno de estos aspectos se involucren en más trabajo conjunto. Pero ese aprendizaje recíproco tiene una ventaja más: el ponerse en actitud de aprendiz obviamente requiere de humildad, y la humildad no sólo es una virtud que todos necesitamos, sino una fundamental para que un proyecto como el aquí delineado no se transforme, como fácilmente puede ocurrir, en un agresivo proyecto de “cobeligerancia” contra el mundo contemporáneo. Disponiéndonos a aprender el uno del otro mejoraremos también la capacidad para aprender de los no creyentes en las materias en que corresponda hacerlo.

4- La trampa minimimalista

Con lo dicho hasta aquí parece razonablemente defendida la idea de un trabajo en común en que se aprende de ciertas fortalezas de cada lado, y en que se toma conciencia del efecto que la ausencia de tal trabajo en común tiene sobre el rumbo general de nuestra cultura. Pero quisiera ahora advertir contra un modo de entender esto. Por lo dicho hasta aquí, alguien podría completar mi exposición diciendo algo así como “entonces ya es hora de dejar de lado las diferencias doctrinales y concentrarse en el trabajo práctico en común”. Quisiera del modo más enfático posible separarme de ese modo de plantear la cuestión. Y la razón es que ese modo de plantear la cuestión sólo agrava el tipo de problemas a los que juntos debemos responder. Los agrava, porque tiende a reforzar la idea de que el cristianismo es primordialmente un programa práctico, y que la pregunta por la verdad es secundaria o incluso sin importancia. Precisamente ese modo de pensar respecto del cristianismo es el que se encuentra replicado a gran escala en nuestra cultura, como un modo de pensar sobre la realidad completa, y su pragmatismo cortoplacista es causante de muchos de los problemas que enfrentamos –mal podremos enfrentarlos si en la raíz, en el modo de pensar sobre el cristianismo mismo, le estamos dando razón.
A eso alguien podría responder que estoy exagerando, que es posible mantener la pregunta por la verdad, pero que sólo es importante la pregunta por ciertas verdades centrales –precisamente aquéllas sobre las que estamos de acuerdo, como la existencia de Dios, su encarnación, etc.-, y que la clave está en no dejarse llevar a peleas por doctrinas de carácter secundario o incluso indiferente. Sería posible, entonces, una vía media, que mantenga la preocupación por la verdad, pero que rechace la preocupación por diferencias doctrinales muy específicas. Pero ese modo de plantear la cuestión nos lleva de regreso al comienzo de este texto, a la persona de Enrique VIII, que, como es bien sabido, representa ese tipo de ideal de vía media. Pero a Enrique VIII lo menciono aquí simplemente como un ejemplo práctico de una tendencia predominante –después de él cada vez más predominante- de la práctica y del pensamiento moderno. Dondequiera que dirijamos la mirada en el pensamiento moderno sobre la religión, encontramos algo semejante. Erasmo pedía en el siglo XVI que las cosas relativas a las doctrinas fuesen resumidas en unos “poquísimos artículos”, Hobbes y Locke lo secundaron a una voz, afirmando que sólo hay una doctrina necesaria, “Jesús es el Mesías”, y Spinoza deja claro cuál es el resultado que espera del éxito de esta mentalidad: que “ya no habrá lugar para controversias en la iglesia”. Casi no hay elemento tan característico del temprano liberalismo político como su aversión por todo tipo de controversia teológica. La línea continúa de modo ininterrumpido durante los siglos siguientes: Kant escribe que el conjunto de la investigación histórica sobre el cristianismo debe ser relegado al plano de lo indiferente, y sostiene también que tomada literalmente, la doctrina de la Trinidad carece de importancia: en nada cambiaría el adorar a tres o diez personas.
Debemos notar que, si bien es una manera muy poco usual de describir el liberalismo, éste tópico es uno de los hilos conductores que nos permiten unir el liberalismo teológico con las figuras centrales del liberalismo político, y en ese sentido debiera ser objeto de reflexión mucho más detenida. Es una mentalidad, además, que se encuentra muy difundida también entre quienes de ningún modo se entenderían a sí mismos como liberales. Como escribe Carl Trueman, “el agotado liberalismo de ayer es el evangelicalismo de punta de hoy”, una afirmación que habría que extender a no pocas corrientes dentro del catolicismo. Desde luego puede entenderse por qué es una mentalidad que gana fuerza. Pues ahí donde ha habido una concentración en cosas de tercera o cuarta importancia, no es raro que ganen fuerza los llamados a volver a lo central. ¿Por qué no sumarnos entonces a este tipo de proyecto? A mi parecer presenta varios problemas, pero creo que aquí puede ser suficiente nombrar dos puntos. En primer lugar, diría que se trata de una mirada que produce inconciencia. Digo esto en el sentido más estricto de la palabra: cuando decimos que nos vamos a concentrar en lo “central” o “esencial” o “fundamental”, los temas secundarios no por eso desaparecen del mundo; tampoco dejan de ser conflictivos; tampoco dejamos de inclinarnos por una de las respuestas posibles a ellos, sino que todo eso sigue ocurriendo pero a nivel inconsciente. Eso, indudablemente, es mucho peor que el vernos explícitamente enfrentados a alternativas rivales. Pero además, me parece claro que se trata de un fenómeno que produce un cierre, o una reducción de nuestra visión moral, cegando nuestra mirada a la enorme variedad de temas de los que puede tener sentido preocuparse. La obtusa concentración en lo “esencial” rara vez es algo distinto de una concentración en la agenda fijada por la opinión dominante de una época.
Eso no quita que uno deba reordenar las propias prioridades, pues nos arrastramos con facilidad a la disputa por pequeñeces. Pero tales llamados deberíamos oírlos no como un llamado a descartar algo por indiferente, sino como llamados a jerarquizar los problemas: los problemas secundarios son precisamente secundarios, no sin importancia. Quien quiere reordenar sus prioridades puede perfectamente hacerlo, y de un modo muy radical, sin por eso volverse doctrinalmente minimalista, sino sosteniendo lo que podríamos llamar una “visión robusta” o “visión comprehensiva” de la realidad. En este contexto no está demás volver sobre León XIII y Abraham Kuyper, a los que antes aludí por su importancia para la doctrina social cristiana a fines del siglo XIX. No está demás, porque precisamente ellos pueden valer como de los más sólidos representantes de respectivas tradiciones robustas, sustantivas. Después de todo, León XIII fue quien con su encíclica Aeterni Patris diera el mayor impulso para que el tomismo se convirtiese en un movimiento teológico y filosófico vivo, que hoy es una tradición intelectual respetada en casi todos los medios académicos. Abraham Kuyper, por su parte, no fue sólo un estadista, periodista, teólogo y fundador de una universidad, sino uno de los principales impulsores de una renovada actividad teológica en el calvinismo. No en vano vinculamos el “neotomismo” a la figura de León XIII y el “neocalvinismo” a la de Kuyper. Así como es burda la opción entre “ética sexual y ética social”, es burda la contraposición entre trabajo estrictamente intelectual y preocupación social. Pero preocuparse por lo estrictamente intelectual implica estar abierto a la controversia, también entre quienes se han decidido a cooperar entre sí.
Dicha controversia debe a todos importarnos, precisamente por la centralidad de la pregunta por la verdad, por la importancia de no convertir el llamado a la conciencia social en un discurso que elimine la pregunta por la verdad. Pero incluso si nos preguntamos exclusivamente por la vida pública, me parece que es posible mostrar que la controversia teológica no tiene por qué ser improductiva. Creo que por cada lado es fácil pensar en un ejemplo de lo contrario. Los evangélicos acostumbramos calificar una cantidad considerable de prácticas católicas como idolátricas. Eso puede sonar como una crítica muy ofensiva, y alguien podría pensar que el trabajo conjunto requiere que callemos eso. No lo creo. Si tenemos razón, es un punto que afecta no sólo a la piedad católica, sino que resulta relevante aquí porque en común queremos denunciar la idolatría por ciertos bienes, la idolatría presente en ciertas concepciones de la belleza, etc. Tal denuncia en común es cosa difícil si uno de nosotros encarna de modo vívido esa idolatría. Pero si somos los evangélicos los equivocados, lo que ocurre es que nosotros nos estamos perdiendo un modo particularmente intenso de relacionarnos con la creación de Dios –y también eso tiene relevancia política. En cualquier caso la discusión atenta valdrá la pena. Cambiemos ahora de lado. Los católicos suelen considerar que el protestantismo implica una casi total pérdida del carácter institucional de la iglesia. Algunos evangélicos se defienden concediendo el punto, diciendo que hay que romper con lo institucional. Otros negamos la validez de la acusación. Pero ésta en cualquier caso es relevante para la comprensión de lo público: puede que nosotros estemos efectivamente ciegos a la importancia de la vida institucional, o puede que los católicos estén ciegos a la multitud de formas que ésta puede tomar. Cualquiera de esas respuestas es relevante. La controversia teológica tiene razones propias para seguir siendo importante, porque no hay nada peor que estar en el error; pero incluso si así no fuera, parecemos tener razones para no querer reducir el cristianismo a algo doctrinalmente inofensivo.

5- Tipos de unidad cristiana

En 1923, el teólogo presbiteriano J. Gresham Machen escribía en su libro Cristianismo y liberalismo respecto de cuán “enorme es la herencia común entre un protestante devoto y la Iglesia Católico-Romana”. “Ciertamente”, escribía, “no hay que oscurecer la diferencia que nos divide de Roma. Es, en efecto, una brecha profunda. Pero con toda su profundidad, parece una trivialidad comparada con el abismo que nos separa de algunos ministros de nuestra propia iglesia”. De modo similar C. S. Lewis escribía que la unidad no llegaría de “católicos y anglicanos ”. Lo curioso, según él, es que “cuanto más te acercas al corazón de cada comunión, tanto menos notas la diferencia respecto de la otra”. Pero con palabras como éstas uno puede estar expresando cosas muy distintas, y conviene aclarar lo que uno quiere decir. Podría, en efecto, tratarse de que los evangélicos conservadores se unan a los católicos conservadores –pero no porque hayan llegado a una más profunda comprensión del cristianismo, sino simplemente por ser eso, conservadores. Eso se puede dar en cualquier horizonte ideológico: vínculos fuertes que atraviesan las fronteras eclesiásticas, pero con una fortaleza dada no por el cristianismo, sino por el respectivo alineamiento político. Tal como puede haber una unidad de católicos y evangélicos en la conformación de una agresiva “derecha religiosa”, en el polo opuesto (y simétrico) del espectro ideológico se encuentra esfuerzos ecuménicos que apenas son algo más que una unidad en torno a un par de causas progresistas. El resultado, en ambos casos, es paupérrimo: es paupérrimo para el cristianismo, que en lugar de reducir su división añade a la división eclesiástica la división política, y es paupérrimo para la vida pública, pues estos movimientos suelen ir de la mano de un empobrecimiento argumentativo tanto de la derecha como de la izquierda (lo común es que cualquier representante de la derecha será más articulado que los de la “derecha religiosa”, y no es menos cierto que leer a Marx suele resultar bastante más iluminador que leer a Gustavo Gutiérrez). Ninguno de esos caminos es lo que aquí tengo en mente.
Las citadas palabras de Machen hablan de la distancia y cercanía entre los “ministros”. Tal vez lo primero que debo decir es que lo hasta aquí he escrito es algo pensado más bien en relación al trabajo de los laicos. Y eso debe ser dicho, porque en el mundo evangélico, no menos que en el católico, el clericalismo es un constante riesgo. Pero en ambas tradiciones hay también robustos recursos para contrarrestar dicho problema. En la medida en que los laicos se vuelvan más conscientes de la tradición de reflexión social cristiana, el clericalismo debiera perder terreno. Esto es por lo demás relevante por el estado caótico del cristianismo actual. Si el catolicismo tiene una variedad de problemas que a nadie escapan –por un lado los escándalos de muchos sacerdotes, por otro lado la liviandad con la que se puede creer absolutamente cualquier cosa y seguir presentándose como católico (aunque esta acusación un evangélico la debe hacer cada vez con mayor autoexamen)-, el mundo evangélico vive en una dispersión de facto que parece hacer perder toda esperanza. ¿De qué sirve presentar una doctrina social en común –podría alguien decir- si reina desconfianza respecto de los sacerdotes católicos, y a los pocos minutos va a aparecer una asociación x de pastores evangélicos diciendo que ellos en realidad no se sienten representados por la señalada postura? Esos efectivamente son problemas graves. Pero a mi parecer apuntan de modo inequívoco hacia la necesidad de que los laicos sean los que lleven la voz en estos temas. El grado que el clericalismo alcanza tanto entre católicos como evangélicos es en verdad espantoso, esperándose todo el tiempo que sean los pastores los que se pronuncien de modo oficial hasta de la última minucia. Parte de nuestro trabajo en común debe entonces ser precisamente el de redescubrir en ambas tradiciones lo que hay de llamado a trabajo de los laicos.
Pero la misma mentalidad llevará a que pierdan terreno también quienes quieren un sencillo alineamiento de las iglesias con programas políticos específicos. En el escenario político contemporáneo la tradición de reflexión social cristiana puede tener un efecto orientador, pero también uno desorientador: puede volvernos políticamente incluso más huérfanos de lo que muchos ya somos. Conocerla puede dejarnos más incómodos de lo que ya estamos con las alternativas presentes, y el dilema ante el que nos pone no se resuelve levantando una “tercera vía” que se limite a presentarse como basada en esta tradición. Porque la tradición de reflexión social cristiana no es un programa político específico: si la tratamos como alternativa a los otros programas específicos, no hemos comprendido la generalidad con la que ella nos habla. Eso no significa que ella no sea iluminadora para generar tal alternativa; pero sí nos indica cuán a largo plazo debe ser el trabajo. Y en cualquier caso la orfandad que introduce no es del todo indeseable: quien está vivamente interesado en nuestra vida cívica en común, pero no considera las estructuras que hay en dicha vida cívica como su último patrón de referencia, está introduciendo en la vida política un grado de independencia, de resistencia a la manipulación, que hoy muy pocos tienen.
Ahora bien, la afirmación de Machen también nos invita a preguntar cómo se relaciona todo lo que hemos dicho con el ecumenismo. Sería absurdo decir que no se relaciona de ningún modo; pero se relaciona, a mi parecer, de un modo bastante indirecto. Un modo enfático de decirlo sería el siguiente: lo que aquí estoy tratando puede ser abordado al margen del evangelio. Se trata de un trabajo conjunto no en torno al evangelio, sino respecto de la ley. Cuando aquí uso esta expresión, “ley”, bien podría usar alguna más amplia, como “la creación” o “el orden creacional”; pero en cualquier caso es distinto del trabajo ecuménico, que busca primordialmente aclarar y en la medida de lo posible resolver las diferencias en nuestra comprensión del evangelio. Creo que para todos debiera ser importante mantener una viva conciencia de la diferencia entre estos dos tipos de acción, el trabajo en torno a nuestra comprensión del orden creacional y el trabajo en torno a nuestra comprensión del evangelio. Pero abrir una brecha que separa de modo total creación y redención es también algo riesgoso para la reflexión social cristiana, y eso muestra lo importante que es, una vez más, el plantearnos estas preguntas de modo lento. Pero distinguir el orden de la creación del de la salvación ciertamente parece venir al caso, pues con frecuencia el trabajo en común respecto de cualquier aspecto de la cultura es presentado como una “defensa del evangelio”. Esa expresión delata más de un problema: no sólo está ocultando indebida e innecesariamente diferencias en la comprensión del evangelio, sino además confirma, en lugar de corregir, desequilibrios en el modo en el que nos insertamos en la historia bíblica. En efecto, en lugar de volvernos conscientes de estar en una historia de creación, caída y redención, tales llamados tienden a reforzar una preocupación exclusiva por la redención, énfasis que será incapaz de orientarnos de modo eficaz en las diversas tareas de la cultura humana, que implican precisamente una mirada atenta a la creación caída y no obstante conservada.
Por último, cabe notar que particularmente en el contexto del pluralismo contemporáneo parece significativo abstenerse de mostrar unidad donde no la hay, y eso sigue siendo así en los casos en que la unidad que hay sea robusta. La razón es sencilla: precisamente así se dará testimonio de que el trabajo en común no tiene por qué implicar silencio respecto de las diferencias. El pluralismo contemporáneo, con todo lo que tiene de positivo, tiene significativas tendencias a la homogeneidad, un arraigado temor a posiciones fuertemente divergentes. Si los cristianos creen que deben enfrentar juntos algunos desafíos de esta cultura, no deben hacerlo siguiéndola en este aspecto, sino mostrando que es compatible el trabajo y la reflexión conjunta con ocasionales desacuerdos sustantivos. Con eso, en efecto, estarán corrigiendo a nuestra cultura en uno de sus problemas fundamentales, su oscilación entre una dispersión incapaz de imaginar comunidad entre los hombres, y un simultáneo temor a que cualquier divergencia –sobre todo las divergencias fuertes entre visiones de mundo rivales- pueda acabar en alguna suerte de guerra religiosa. Los cristianos tienen tal vez alguna responsabilidad en que se haya creado tal percepción; de ser así, tienen en eso un motivo añadido para trabajar en corregirla

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