Se piensa que todas las religiones son buenas. Todas -salvo degeneraciones extrañas que son como la excepción que confirma la regla- llevan al hombre a hacer cosas buenas, exaltan sentimientos positivos y satisfacen en mayor o menor medida la necesidad de trascendencia que todos tenemos. En el fondo, da igual una que otra. Además, ¿por qué no puede haber varias religiones verdaderas?
Es cierto que uno tiene que ser de espíritu abierto, y apreciar todo lo positivo que haya en las diversas religiones, que es sustancialmente diferente que decir que existen varias religiones verdaderas: si solamente hay un Dios, no puede haber más que una verdad divina, y una sola religión verdadera.
La sensatez en la decisión humana sobre la religión no estará, por tanto, en elegir la religión que a uno le guste o le satisfaga más, sino más bien en acertar con la verdadera, que sólo puede ser una. Porque una cosa es tener una mente abierta y otra, bien distinta, pensar que cada uno puede hacerse una religión a su gusto, y no preocuparse mucho puesto que todas van a ser verdaderas. Ya dijo Chesterton que tener una mente abierta es como tener la boca abierta: no es un fin, sino un medio. Y el fin -decía con sentido del humor- es cerrar la boca sobre algo sólido.
Como cristiano que soy, creo que el cristianismo es la religión verdadera. Porque si uno no cree que su fe es la verdadera, lo que le sucede entonces, sencillamente, es que no tiene fe.
Lógicamente, creer que el cristianismo es la religión verdadera no implica imponerla a los demás, ni menospreciar la fe de otros, ni nada parecido. Es más, la fe cristiana bien entendida exige ese respeto a la libertad de los demás.
Ahora bien, la adhesión a la verdad cristiana no es como el reconocimiento de un principio matemático. La revelación de Dios se despliega como la vida misma, y toda verdad parcial no tiene por qué ser un completo error.
Muchas religiones tendrán una parte que será verdad y otra que contendrá errores (excepto la verdadera, que, lógicamente, no contendrá errores). Por esta razón, la Iglesia Católica -lo ha recordado el Concilio Vaticano II- nada rechaza de lo que en otras religiones hay de verdadero y de santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres.
¿Y por qué la religión cristiana va a ser la verdadera?
Para responder esta pregunta, se pueden aportar pruebas sólidas, racionales y convincentes, pero nunca serán pruebas aplastantes e irresistibles. Además, no todas las verdades son demostrables, y menos aún para quien entiende por 'demostración' algo que ha de estar atado indefectiblemente a la ciencia experimental.
Digamos -no es muy académico- que es como si Dios no quisiera obligarnos a creer. Dios respeta la dignidad de la persona humana, que Él mismo ha creado, y que debe regirse por su propia determinación. Dios jamás coacciona (además, si fuera algo tan evidente como la luz del sol, no haría falta demostrar nada: ni tú estarías leyendo esto ni yo ahora escribiéndolo).
Para creer, hace falta una decisión libre de la voluntad: la fe es a la vez un don de Dios y un acto libre. Y nadie se rinde ante una demostración no totalmente evidente (algunos, ni siquiera ante las evidentes), si hay una disposición contraria de la voluntad.
En este caso, sugiero, para comprensión de la lectura, comentar algunas de las razones que pueden hacer comprender mejor porque la religión cristiana es la verdadera. No pretendo hacerlo de modo exhaustivo ni tremendamente riguroso: se trata simplemente de arrojar un poco de luz sobre el asunto, resolviendo algunas dudas, o bien fortaleciendo convicciones que ya se tiene: sólo intento hacer más verosímil la verdad.
Un sorprendente desarrollo
Podemos empezar, por ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en la historia de la humanidad. Piensen cómo, en los primeros siglos, la fe cristiana se abrió camino en el Imperio Romano de forma prodigiosa. El cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil. Hubo una represión brutal, con persecuciones sangrientas, y con todo el peso de la autoridad imperial en su contra durante muchísimo tiempo (unos dos siglos).
Es necesario pensar también que la religión entonces predominante era una amalgama de cultos idolátricos, enormemente indulgentes, en su mayor parte, con todas las debilidades humanas. Tal era el mundo que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían interés alguno en que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna clase. Y, pese a esas objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más.
Lograr que la religión cristiana se arraigase, se extendiera y se perpetuara; lograr la conversión de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes, faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por otro hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que era la muerte más afrentosa de aquellos tiempos... Sin duda para el que no crea en los milagros de los evangelios, me pregunto si no sería éste milagro suficiente. Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad.
Jesús de Nazareth
Sin embargo, la pregunta básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador, en quién es Jesús de Nazareth.
El primer trazo característico de la figura de Jesucristo -señala André Léonard- es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicado porque, como veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana, sino que, al contrario, va acompañada de la mayor humildad.
Los grandes fundadores de religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah, Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron una sabiduría. Sin embargo,