jueves, 30 de enero de 2014

Evangélicos y católicos en la vida pública

1- Introducción

Pocos años atrás habría sido difícil de concebir en Latinoamérica algún tipo de trabajo práctico en común entre católicos y evangélicos. Crecientemente, sin embargo, uno puede encontrarse con algo semejante, aunque se trate de pasos tímidos y por temas muy puntuales. Se ha tratado, en efecto, de tópicos como la oposición al aborto o de aspectos de la legislación sobre la familia. No es extraño que eso ocurra, pues los desafíos que se enfrenta son similares. Algunas políticas públicas respecto de la homosexualidad, por ejemplo, han tenido efectos similares para instituciones de educación católicas y evangélicas. Hace ya casi tres décadas el teólogo bautista Timothy George acuñó la expresión “ecumenismo de trincheras” para designar el tipo de trabajo nacido en ese escenario. Pero dicho “ecumenismo de trincheras” no es tan nuevo. La experiencia de los regímenes totalitarios del siglo XX, por ejemplo, muestra un amplio abanico de experiencias similares. El luterano Bonhoeffer escribiendo su Ética en un monasterio benedictino está lejos de ser algo excepcional. Dicho texto combina además, de un modo que en cualquier época necesitamos, la respuesta a un dilema urgente con el enraizamiento en todo un modo cristiano de pensar sobre la vida pública. Quien se inicia en tal modo de pensar deja de estar simplemente en trincheras, y comprende que puede haber una reflexión común en torno a un sinfín de materias, desde nuestro uso del dinero hasta las dificultades de vivir de modo fiel en un mundo pluralista.
Todo esto parece significativo. Creo que no sólo lo parece, sino que lo es. Pero debe al mismo tiempo ser visto con alguna cautela: el hecho de enfrentar un mismo obstáculo, así como el hecho de juntos poder obtener mejores resultados, no vuelve homogéneas dos creencias; ni siquiera alcanza a ser un motivo suficiente para efectivamente hacer algo juntos (salvo que uno que se haya entregado de antemano a la eficiencia como único criterio, pero en ese caso seguramente no se estará en condiciones de corregir el rumbo de nuestra cultura). Por lo demás, si la cuestión se agotara en alianzas estratégicas, tendría un sentido similar el escribir sobre “evangélicos y musulmanes en la vida pública” o sobre “católicos y judíos” en la vida pública. Y tales fenómenos por supuesto también existen, y hay niveles en que pueden requerir de un impulso mayor. Pero lo que aquí intento abordar es algo cualitativamente distinto de ese tipo de alianzas.
La razón por la que es algo cualitativamente distinto, se encuentra en el hecho de que los problemas que hoy enfrentamos guardan cierta relación con el momento histórico en que se produjo la separación de la cristiandad occidental. En efecto, hay dos fenómenos del siglo XVI y XVII que en gran medida siguen configurando el escenario actual: el surgimiento de confesiones rivales (e incapaces de imponerse por la fuerza la una sobre la otra), pero el surgimiento paralelo de un Estado que precisamente en tal escenario de división asume un papel inédito. Enrique VIII, un personaje bien representativo de ese doble escenario, es alguien cuya voracidad no se agota en haber dado muerte a Tomás Moro, el patrono de los gobernantes y políticos católicos, sino que desde un primer minuto es más bien un “asesino ecuménico”. En un mismo día de julio de 1540, por ejemplo, decidió decapitar a tres católicos y tres evangélicos. Un actor fundamental de la división confesional se nos revela así como un ejemplo paradigmático del ascendente poder estatal y su actitud ante toda creencia cristiana robusta.
Eso nos recuerda que muchos problemas contemporáneos parten precisamente en una encrucijada singular: el surgimiento del poder secular moderno se encuentra estrechamente vinculado con la división de la cristiandad. Esto no significa que la Reforma protestante sea un fenómeno deplorable o innecesario por el que sus herederos debamos sentir profunda vergüenza; pero sí significa que si reconocemos la Reforma como una necesidad, podemos tener que aprender a verla como una “trágica necesidad”. Verlo como una “trágica necesidad” no implica ni remotamente pensar que todo lo que ha venido después deba ser considerado catastrófico, que deba tenerse una imagen puramente negativa de la modernidad. Pero sí puede contribuir a recuperar una mirada receptiva respecto de la comunidad de convicciones que existía. Para ilustrar dicha comunidad de convicciones que subsiste en medio de la lucha confesional, C. S. Lewis nos invita a considerar a un católico y un evangélico martirizados: el ya mencionado Tomás Moro, ejecutado por Enrique VIII en 1535, y William Tyndale, la primera persona en haber traducido la Biblia del hebreo y griego al inglés, ejecutado el año siguiente por las autoridades imperiales:
Excepto en la teología, no deben ser mirados como representantes, respectivamente, de un orden antiguo y un orden nuevo. Intelectualmente ambos pertenecían al mundo nuevo: ambos eran filólogos griegos (Tyndale también hebraísta) y ambos despreciaban arrogante y tal vez ignorantemente la Edad Media. Y si suponemos (lo cual es bastante dudoso) que en ese momento se estaba reemplazando un orden feudal por un sistema económico y social más duro, tanto Moro como Tyndale pertenecían al orden antiguo. [...] Ambos exigían que las pretensiones del “hombre de negocios” estuvieran totalmente subordinadas a la ética cristiana tradicional. Ambos rechazaron la anulación del matrimonio del rey. A ellos mismos lo que tenían en común ciertamente les debe haber parecido un mero “factor común”: pero hubiera sido suficiente, si el mundo hubiera seguido al menos eso, para cambiar todo el rumbo de nuestra historia.
Pero recordar esto no puede ser para encerrarnos en la simple queja o nostalgia respecto de lo que habría ocurrido “si el mundo hubiera seguido al menos eso”. Más bien tenemos que preguntarnos qué podría ocurrir si hoy se encontraran un Tomás Moro y un William Tyndale: tras la experiencia de una época moderna en que han estado separados, ¿en qué campos podrían volver a trabajar en común? ¿Qué deberían aprender de cómo ha actuado el otro entretanto? ¿De qué trampas se deben cuidar si buscan trabajar juntos? Ante el creciente trabajo conjunto en muchas partes del mundo, requerimos detenernos a reflexionar detenidamente al respecto.

¿Somos cristianos los evangélicos?

¿Te has preguntado alguna vez por qué crees en Cristo? ¿Y te has preguntado qué encontrarías si hicieses esa pregunta en tu iglesia? Yo sí. Y la razón de escribir esta reflexión está afirmada precisamente en los resultados que obtuve. No he realizado una encuesta claramente formulada -supongo que si alguien lo hiciera sería magnífico. Lo que sí he hecho es dedicarme a preguntar ocasionalmente a mis hermanos y conocidos (de distintas denominaciones e iglesias evangélicas), y he hallado una abundante variedad de respuestas.

¿Por qué crees que Cristo es Dios? Hay quienes se confiesan cristianos porque las enseñanzas de Cristo son un ejemplo de moralidad y buena conducta. Otros afirman con mayor fuerza su creencia en Cristo porque los sanó de alguna enfermedad. Otros, porque fueron prosperados económicamente a pesar de tener un pasado de pobreza. Otros, porque experimentaron un cambio de vida radical, ya sea porque salieron del alcoholismo, la drogadicción, o porque hubo un cambio en la familia, etc. Y un segmento no menor cree en él por haber tenido alguna especie de ‘experiencia espiritual’.

No me opongo a ninguna de estas razones. De hecho, considero que algunas más que otras son tremendamente significativas. He visto cómo personas han experimentado cambios radicales de vida, y también sanidades verificables. Por otra parte, me parece algo débil la argumentación de fe a partir de la prosperidad material, lo mismo que las experiencias espirituales –porque lo primero no es signo de una obra de Dios, y lo segundo puede ser un interesante relato, pero tampoco implica que sea Dios quien lo haga. Y la razón acerca del mensaje moral de Jesús es conflictiva, porque puedo cumplir toda su enseñanza sin haber creído quién fue él realmente. Y es precisamente a partir de este punto que quiero elaborar mi reflexión.

Ninguna de las personas con las que he conversado el tema, ni una sola, nadie –lo enfatizo radicalmente porque yo mismo me asombré- respondió que creía en Cristo porque fuese el Hijo de Dios, o Dios encarnado, o cualquier referencia similar a la doctrina de la deidad de Cristo. Y esto me preocupó totalmente. Pues está claro que Jesús sanó, cambió vidas, dejó una gran enseñanza para sus seguidores, incluso que prospera y que también puede brindar cierta experiencia espiritual. Pero hay que entender que ninguna de estas cosas es concluyente con respecto a su deidad. Cristo no es Dios porque sane, pues también hallamos esta clase de suceso en otras creencias. Tampoco porque prospere, pues de hecho la prosperidad económica se da abundantemente fuera de las iglesias también. Para qué hablar de las experiencias espiritualistas-místicas, las hay en muchas otras religiones. Y su enseñanza fue concluyente y significativa, pero solo fue parte de lo que él hizo, no de lo que es. Tal vez, el único argumento fuerte pudiese ser el cambio radical de vida, pero sigue sin ser una razón concluyente.

Un pastor al que estimo mucho suele decir que Cristo no trajo un mensaje, sino que Él mismo es el mensaje. En muchas ocasiones pareciera ser que se cree en él por lo que trajo e hizo, y no por quién Él fue. Ahí está la cuestión de fondo. Todas las razones, y unas más que otras, indican que se cree en Cristo por lo que hace, pero ninguna de ellas indica que se cree en Cristo por quien es.

Vuelvo a señalar que esto no se trata de desacreditar lo que Dios hace, para nada. La Biblia está llena de llamados a reconocer la obra bondadosa de Dios en favor de sus hijos. Pero, sin duda alguna, está mucho más repleta de llamados a creer en Dios no por lo que hace, sino por quien es Él.

Evangélicos y política. ¿Qué hacer?

A lo largo y ancho del continente, los cristianos evangélicos viven momentos de agitación, confusión, tentación y manipulación en su relación con la vida política. Este hecho se ve acentuado en tiempos de elecciones, cuando las coaliciones políticas están ansiosas de conseguir apoyo de un sector social numeroso, y cuando los creyentes se ven tentados a precisamente usarse a sí mismos como moneda de cambio. A los procesos eleccionarios que viven muchos de nuestros países, se une el hecho de que atravesamos grandes cambios culturales: los desafíos de hoy son muy distintos del tiempo en el que la Guerra Fría dictaba las coordenadas políticas y en que la oposición al catolicismo romano parecía para algunos evangélicos una suficiente hoja de ruta. Estos cambios y la desorientación que traen, así como el bochornoso actuar de muchos creyentes en política,  pueden llevar a que muchos evangélicos pierdan todo interés por la misma. Pero no es eso lo que queremos. Esperamos, por el contrario, que los diez puntos que siguen (y los links que ahí encontrarán a artículos donde hemos desarrollado más los diversos puntos) puedan ofrecer alguna orientación, para hacer más fecundo nuestro aporte político a los países que habitamos. No se trata aquí de ofrecer lineamientos para un movimiento político, sino más bien de recordar criterios que cristianos de variadas tendencias políticas debieran tener en cuenta a la hora de actuar políticamente.
1. Preocupémonos. Está muy bien que en la órbita de nuestras preocupaciones se encuentre la actividad política, cuya naturaleza es atender al bien de los hombres; no a todo bien del hombre, pero sí del hombre completo. El cristianismo no es una secta gnóstica que busque retirarse del mundo, sino que implica responsabilidad por un mundo caído pero creado como bueno. La actividad política no tiene como fin intrínseco el redimirlo, y es bueno tener un claro control de nuestras expectativas sobre la misma. Pero dicho control de expectativas no debe hacernos olvidar que en este mundo somos tanto peregrinos como ciudadanos. Busquemos el bien de la ciudad.
2. Seamos atrevidos y cuidadosos. Esas cualidades no suelen ir de la mano, pero debemos cultivarlas. Debemos ser atrevidos, pues solo tiene sentido participar si se va a enriquecer la vida pública con algo más que frases hechas. Tal enriquecimiento muchas veces pasa por sostener posiciones culturalmente impopulares, por instalar en la discusión temas que a pocos han importado. Pero debemos ser cuidadosos: también las creencias firmes pueden y deben ser planteadas de un modo que no nos haga parte de la política convertida en espectáculo. Hay que atreverse sin ser “atrevido”, pues demasiados creyentes tienden a confundir arrojo y valentía con impertinencia y desatino. Con eso se pone en juego no sólo la credibilidad de sus propias convicciones políticas, sino también la credibilidad del conjunto del testimonio cristiano. El cristianismo no entra a la arena pública a negociar sus convicciones, en el sentido de considerarlas transables a cambio de algo; pero la vida pública sí es un espacio de deliberación y orientación de los participantes al mutuo entendimiento. Quien no quiere el cuidado que eso implica, tampoco debe querer el atrevimiento.
3. Cultivemos independencia de juicio. La caza del voto evangélico nos hace participar de un sistema de clientelismo y mercado electoral que daña tanto a la iglesia como a la vida pública. Cierto complejo de inferioridad lleva con facilidad a que busquemos reconocimiento, volviéndonos presa fácil de ofertas que por lo de más constituyen migajas. ¿Por cuánto tiempo tendremos que seguir viendo iglesias interesadas en “promesas de x al mundo evangélico”? Poco importa si se cumplen o no, lo que importa es cómo perdemos de vista el bien común, cómo nos convertimos en grupo de interés, cómo confundimos el ser ciudadanos con ser grupo de lobby. Si no se deja esto de lado, las iglesias seguirán siendo para los políticos como la amante despreciable que se busca sólo para el momento. ¿Cómo corregir eso? No hay nada como saber que ya tenemos un Soberano, cuyo dominio no se limita a los resultados de una elección democrática y del cual somos embajadores. Estar satisfechos con la aceptación ante Dios es el primer paso para liberarse de esa búsqueda de reconocimiento. Con esa independencia se podrá desarrollar una mirada crítica ante tantos programas y partidos que circunstancialmente pueden acercarse al cristianismo, pero que no pueden constituir nuestra lealtad última. Solo si la independencia nace de tal raíz, nos podremos liberar del vicioso esfuerzo por mostrar independencia mediante una actitud puramente disidente. En esa actitud de mera disidencia, después de todo, confluyen tanto evangélicos de una izquierda puramente antisistema como evangélicos de un conservadurismo de solas negaciones (“no al aborto”, “no al matrimonio homosexual”).