Jesucristo es nuestro Dios. Nosotros somos
Sus vasijas escogidas. Él nos ha llamado, nosotros no necesitamos esperar Su
llamado. En vista de esto, haremos bien en tomar a Jonatán como ejemplo…
Después de la victoria de David sobre el filisteo gigante, Goliat (1 S. 17), “el alma de Jonatán quedó ligada con la de David, y lo amó Jonatán como a sí mismo” (1 S. 18:1). En este contexto, dice luego: “E hicieron pacto Jonatán y David, porque él le amaba como a sí mismo. Y Jonatán se quitó el manto que llevaba, y se lo dio a David, y otras ropas suyas, hasta su espada, su arco y su talabarte” (1 S. 18:3-4).
Cuando llegó al conocimiento del rey, quien estaba lleno de temor, que su propio hijo había hecho un pacto con aquél a quien Él consideraba como un enemigo a ser destruido, “se encendió la ira de Saúl contra Jonatán, y le dijo: Hijo de la perversa y rebelde, ¿acaso no sé yo que tú has elegido al hijo de Isaí para confusión tuya, y para confusión de la vergüenza de tu madre? Porque todo el tiempo que el hijo de Isaí viviere sobre la tierra, ni tú estarás firme, ni tu reino. Envía pues, ahora, y tráemelo, porque ha de morir." (1 S. 20:30-31).
“¡Qué insensato!”, pensó Saúl, como todos los Saúles de este mundo siguen pensando. Hay que luchar para imponerse, y echar mano de lo que a uno le pertenece. Para los Saúles de este mundo, no hay necesidad, y es un fuerte golpe en el estómago, el dar su propiedad voluntariamente y con gusto a otro. “¡Insensato! ¡Mira lo que te pertenece! ¡Mira lo que podrías haber tenido! ¡El mundo entero está a tu disposición! ¡Podrías haber tenido todo en abundancia. ¡Insensato, oh insensato! Te humillas delante de alguien, de quien un cualquiera dice que algún día reinará sobre Israel. ¿Un pastor de Belén? ¿Rey sobre todo Israel? ¡Qué tontería!“
Jonatán no pensaba como su endurecido padre. Él sabía, o digamos, más bien, que Jonatán consentía en que ésa era la voluntad de Dios. El consentimiento es mucho más fuerte que el sólo creer, porque esto último se puede tambalear. Jonatán sabía que David sería rey sobre Israel. Por la fe, también sabía que todo lo que abandonaba lo recibiría de nuevo, aumentado cien veces. A esto se agregaba la insustituible presencia de su amado amigo, y la bendición del mismísimo Dios santo.
Repetidamente Jonatán, a través de sus hechos, demostró su total sumisión a la voluntad de Dios. Varias veces intentó convencer a su padre, el rey, de que David no era un enemigo real (incluso bajo peligro de muerte). En lugar de ayudar a matar a David, Jonatán le llevó la terrible noticia de que debía huir y no regresar a la corte del Rey Saúl. Jonatán perdió la comunión con un amigo querido. Pero, aun en medio de su propia tristeza, demostró ser alguien que cuidaba a su mejor amigo y hermano. (Esto también se hizo visible en la forma en cómo advirtió a David.) “Entonces se levantó Jonatán hijo de Saúl y vino a David a Hores, y fortaleció su mano en Dios. Y le dijo: No temas, pues no te hallará la mano de Saúl mi padre, y tú reinarás sobre Israel, y yo seré segundo después de ti; y aun Saúl mi padre así lo sabe. Y ambos hicieron pacto delante de Jehová; y David se quedó en Hores, y Jonatán se volvió a su casa” (1 S. 23:16-18). Con profunda tristeza, se separaron los dos amigos ese día. Pero, ambos sabían, por la fe, que este rey por ahora rechazado, un día reinaría en forma legal.
¿No sería maravilloso si todos los Jonatán de este mundo se vieran bendecidos con un amigo como David – y todos los David de este mundo con un amigo como Jonatán? ¿No sería maravilloso hacer un pacto caracterizado por una relación llena de amor y por una profunda amistad, y poder gozarse, tanto en la presencia del amigo como, también, en las bendiciones del Dios santo?
El hecho es que los redimidos del Señor ya tienen eso – y mucho, mucho más.
Nosotros, los que somos salvos (en este contexto, especialmente los gentiles), hemos recibido un cambio eterno de nuestra posición, porque le agradó a Dios el hacer un pacto con nosotros: “Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:11-13). Ya no separados, ya no excluidos, ya no ajenos a los pactos de la promesa – para aquellos que estamos en Cristo.
Por buenos que sean los pactos hechos por los humanos (como el pacto entre Jonatán y David), los pactos de Dios siempre son mejores por Su propia perfección, y nuestra debilidad pecaminosa. Por lo tanto, “Jesús es hecho fiador de un mejor pacto” (He. 7:22) para aquellos que Lo aman y han entrado en una relación de pacto con Él.
Dios no sólo da a Sus amados un pacto mejor, con el mejor fiador, Jesucristo, sino que Él, además, promete riquezas futuras para aquel día cuando Él les dé el galardón. Jesús exhorta a la fiel iglesia en Filadelfia (y a todos los que tienen un concepto espiritual similar, que aman al Señor y aún no han partido para estar con Él): “Pero lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga. Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones, y las regirá con vara de hierro, y serán quebradas como vaso de alfarero; como yo también la he recibido de mi Padre; y le daré la estrella de la mañana.
El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Ap. 2:25-29).
En la última promesa a los vencedores, en Apocalipsis 2-3, Jesús promete: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap. 3:21). Si nosotros hubiéramos escrito estos versículos por nosotros mismos, habría sido una blasfemia. El hecho, de que Jesús mismo nos dé estas promesas, es gracia sobre gracia. Generosamente comparte Su galardón y Su victoria con aquellos que están en Él.
Yo sé que Tú llegarás a ser rey sobre Israel (y sobre todo lo demás), y yo estaré juntamente contigo en Tu trono. No obstante, el pacto exige un alto precio de ambas partes. Le cuesta a Jesús – y nos cuesta a nosotros: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga. De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Co. 11:23-28). Este examinarnos-a-nosotros-mismos de nuestros pecados – y pecaminosidad – es un proceso de toda la vida y, para muchos creyentes, la parte más desagradable del pacto, aunque justamente esto es fundamental para aquellos que andan con el santo rey. Y mientras estamos con Él, Él también nos guía a la semejanza con Él (Ro. 8:29; 12:1-2).
Gracias, Señor Jesús, que Tú has entrado en una relación (o pacto) conmigo que es mucho más fuerte que el pacto mosaico, y está caracterizada por un amor mucho más profundo que el pacto entre David y Jonatán. Por favor, toma mi manto. Es la imagen exterior visible, el como me ve la gente, un símbolo de mi estatus material. En lugar de mi manto, vísteme con Tu justicia, gracia y humildad (Ap. 3:5; 1 P. 5:5).
Por favor, toma mi coraza. Al dártela, descubro mi total debilidad y pecaminosidad. Señor, no hago esto por naturaleza. Cómo Tú bien sabes, esto va en contra de mi carácter. Fortaléceme, amado Padre celestial, y ayúdame. Enséñame a mirarte a Ti como mi escudo y mi refugio. “En cuanto a Dios, perfecto es su camino, y acrisolada la palabra de Jehová; escudo es a todos los que en él esperan” (Sal. 18:30). “Me diste asimismo el escudo de tu salvación; tu diestra me sustentó, y tu benignidad me ha engrandecido” (Sal. 18:35). “Jehová es mi fortaleza y mi escudo; en él confió mi corazón, y fui ayudado, por lo que se gozó mi corazón, y con mi cántico le alabaré” (Sal. 28:7). “Nuestra alma espera a Jehová; nuestra ayuda y nuestro escudo es él” (Sal. 33:20).
Por favor, toma mi escudo y mi arco. Éstos son la supuesta fuente de poder y esperanza de una salvación exterior. Te los entrego a Ti. Enséñame a reconocer el poder de Dios que es la necedad del mundo (1 Co. 1:23-25), y a apropiarme de la fe inconmovible que sabe que: “El levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor. Porque de Jehová son las columnas de la tierra, y él afirmó sobre ellas el mundo. El guarda los pies de sus santos, mas los impíos perecen en tinieblas; porque nadie será fuerte por su propia fuerza” (1 S. 2:8-9). Enséñame a comprender, que “no es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos” (1 S. 14:6).
Crea en mí el corazón de un combatiente espiritual, para que yo vea que mis muchas debilidades son para Ti posibilidades para demostrar Tu poder. Cuando otros me atacan con espada, lanza o dardo – o con palabras – ayúdame a mantenerme firme en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, porque Tú, Señor, no salvas con espada ni con lanza, “porque de Jehová es la batalla" (1 S: 17:47). Edúcame en la “palabra de verdad, en poder de Dios, con armas de justicia a diestra y a siniestra” (2 Co. 6:7). Por favor, toma mi cinto. Para mí el cinto es la esencia de la seguridad que mantiene todo unido. Ayúdame, en lugar del mismo, a tomar la armadura que Tú me has dado: a ceñirme los lomos con la verdad, a vestirme con la coraza de justicia, y a calzarme los pies con la disposición a testificar el evangelio de la paz; pero, sobre todo, a tomar el escudo de la fe, con el cual pueda apagar todos los dardos de fuego del maligno. Ayúdame a tomar el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, y a aplicarlos (Ef. 6:14-17). Enséñame a orar y a reconocer el enorme valor – y el privilegio – de la oración (Ef. 6:18). Y Señor, cuando Te haya entregado todo esto completamente, enséñame a no buscarlo otra vez. Por favor, guárdame de buscar con el enemigo, en el mundo y en mí mismo, falsificaciones como reemplazo, porque sé por experiencia que tiendo a hacer eso. Oh, “el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap. 22:13), “la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana” (Ap. 22:16), “… el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven” (Ap. 22:17). “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap. 22:20), porque sé que Tú serás rey, y yo estaré sentado contigo en Tu trono (1 S. 23:17; Ap. 2:25-28; 3:21).
Después de la victoria de David sobre el filisteo gigante, Goliat (1 S. 17), “el alma de Jonatán quedó ligada con la de David, y lo amó Jonatán como a sí mismo” (1 S. 18:1). En este contexto, dice luego: “E hicieron pacto Jonatán y David, porque él le amaba como a sí mismo. Y Jonatán se quitó el manto que llevaba, y se lo dio a David, y otras ropas suyas, hasta su espada, su arco y su talabarte” (1 S. 18:3-4).
Cuando llegó al conocimiento del rey, quien estaba lleno de temor, que su propio hijo había hecho un pacto con aquél a quien Él consideraba como un enemigo a ser destruido, “se encendió la ira de Saúl contra Jonatán, y le dijo: Hijo de la perversa y rebelde, ¿acaso no sé yo que tú has elegido al hijo de Isaí para confusión tuya, y para confusión de la vergüenza de tu madre? Porque todo el tiempo que el hijo de Isaí viviere sobre la tierra, ni tú estarás firme, ni tu reino. Envía pues, ahora, y tráemelo, porque ha de morir." (1 S. 20:30-31).
“¡Qué insensato!”, pensó Saúl, como todos los Saúles de este mundo siguen pensando. Hay que luchar para imponerse, y echar mano de lo que a uno le pertenece. Para los Saúles de este mundo, no hay necesidad, y es un fuerte golpe en el estómago, el dar su propiedad voluntariamente y con gusto a otro. “¡Insensato! ¡Mira lo que te pertenece! ¡Mira lo que podrías haber tenido! ¡El mundo entero está a tu disposición! ¡Podrías haber tenido todo en abundancia. ¡Insensato, oh insensato! Te humillas delante de alguien, de quien un cualquiera dice que algún día reinará sobre Israel. ¿Un pastor de Belén? ¿Rey sobre todo Israel? ¡Qué tontería!“
Jonatán no pensaba como su endurecido padre. Él sabía, o digamos, más bien, que Jonatán consentía en que ésa era la voluntad de Dios. El consentimiento es mucho más fuerte que el sólo creer, porque esto último se puede tambalear. Jonatán sabía que David sería rey sobre Israel. Por la fe, también sabía que todo lo que abandonaba lo recibiría de nuevo, aumentado cien veces. A esto se agregaba la insustituible presencia de su amado amigo, y la bendición del mismísimo Dios santo.
Repetidamente Jonatán, a través de sus hechos, demostró su total sumisión a la voluntad de Dios. Varias veces intentó convencer a su padre, el rey, de que David no era un enemigo real (incluso bajo peligro de muerte). En lugar de ayudar a matar a David, Jonatán le llevó la terrible noticia de que debía huir y no regresar a la corte del Rey Saúl. Jonatán perdió la comunión con un amigo querido. Pero, aun en medio de su propia tristeza, demostró ser alguien que cuidaba a su mejor amigo y hermano. (Esto también se hizo visible en la forma en cómo advirtió a David.) “Entonces se levantó Jonatán hijo de Saúl y vino a David a Hores, y fortaleció su mano en Dios. Y le dijo: No temas, pues no te hallará la mano de Saúl mi padre, y tú reinarás sobre Israel, y yo seré segundo después de ti; y aun Saúl mi padre así lo sabe. Y ambos hicieron pacto delante de Jehová; y David se quedó en Hores, y Jonatán se volvió a su casa” (1 S. 23:16-18). Con profunda tristeza, se separaron los dos amigos ese día. Pero, ambos sabían, por la fe, que este rey por ahora rechazado, un día reinaría en forma legal.
¿No sería maravilloso si todos los Jonatán de este mundo se vieran bendecidos con un amigo como David – y todos los David de este mundo con un amigo como Jonatán? ¿No sería maravilloso hacer un pacto caracterizado por una relación llena de amor y por una profunda amistad, y poder gozarse, tanto en la presencia del amigo como, también, en las bendiciones del Dios santo?
El hecho es que los redimidos del Señor ya tienen eso – y mucho, mucho más.
Nosotros, los que somos salvos (en este contexto, especialmente los gentiles), hemos recibido un cambio eterno de nuestra posición, porque le agradó a Dios el hacer un pacto con nosotros: “Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:11-13). Ya no separados, ya no excluidos, ya no ajenos a los pactos de la promesa – para aquellos que estamos en Cristo.
Por buenos que sean los pactos hechos por los humanos (como el pacto entre Jonatán y David), los pactos de Dios siempre son mejores por Su propia perfección, y nuestra debilidad pecaminosa. Por lo tanto, “Jesús es hecho fiador de un mejor pacto” (He. 7:22) para aquellos que Lo aman y han entrado en una relación de pacto con Él.
Dios no sólo da a Sus amados un pacto mejor, con el mejor fiador, Jesucristo, sino que Él, además, promete riquezas futuras para aquel día cuando Él les dé el galardón. Jesús exhorta a la fiel iglesia en Filadelfia (y a todos los que tienen un concepto espiritual similar, que aman al Señor y aún no han partido para estar con Él): “Pero lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga. Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones, y las regirá con vara de hierro, y serán quebradas como vaso de alfarero; como yo también la he recibido de mi Padre; y le daré la estrella de la mañana.
El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Ap. 2:25-29).
En la última promesa a los vencedores, en Apocalipsis 2-3, Jesús promete: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap. 3:21). Si nosotros hubiéramos escrito estos versículos por nosotros mismos, habría sido una blasfemia. El hecho, de que Jesús mismo nos dé estas promesas, es gracia sobre gracia. Generosamente comparte Su galardón y Su victoria con aquellos que están en Él.
Yo sé que Tú llegarás a ser rey sobre Israel (y sobre todo lo demás), y yo estaré juntamente contigo en Tu trono. No obstante, el pacto exige un alto precio de ambas partes. Le cuesta a Jesús – y nos cuesta a nosotros: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga. De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Co. 11:23-28). Este examinarnos-a-nosotros-mismos de nuestros pecados – y pecaminosidad – es un proceso de toda la vida y, para muchos creyentes, la parte más desagradable del pacto, aunque justamente esto es fundamental para aquellos que andan con el santo rey. Y mientras estamos con Él, Él también nos guía a la semejanza con Él (Ro. 8:29; 12:1-2).
Gracias, Señor Jesús, que Tú has entrado en una relación (o pacto) conmigo que es mucho más fuerte que el pacto mosaico, y está caracterizada por un amor mucho más profundo que el pacto entre David y Jonatán. Por favor, toma mi manto. Es la imagen exterior visible, el como me ve la gente, un símbolo de mi estatus material. En lugar de mi manto, vísteme con Tu justicia, gracia y humildad (Ap. 3:5; 1 P. 5:5).
Por favor, toma mi coraza. Al dártela, descubro mi total debilidad y pecaminosidad. Señor, no hago esto por naturaleza. Cómo Tú bien sabes, esto va en contra de mi carácter. Fortaléceme, amado Padre celestial, y ayúdame. Enséñame a mirarte a Ti como mi escudo y mi refugio. “En cuanto a Dios, perfecto es su camino, y acrisolada la palabra de Jehová; escudo es a todos los que en él esperan” (Sal. 18:30). “Me diste asimismo el escudo de tu salvación; tu diestra me sustentó, y tu benignidad me ha engrandecido” (Sal. 18:35). “Jehová es mi fortaleza y mi escudo; en él confió mi corazón, y fui ayudado, por lo que se gozó mi corazón, y con mi cántico le alabaré” (Sal. 28:7). “Nuestra alma espera a Jehová; nuestra ayuda y nuestro escudo es él” (Sal. 33:20).
Por favor, toma mi escudo y mi arco. Éstos son la supuesta fuente de poder y esperanza de una salvación exterior. Te los entrego a Ti. Enséñame a reconocer el poder de Dios que es la necedad del mundo (1 Co. 1:23-25), y a apropiarme de la fe inconmovible que sabe que: “El levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor. Porque de Jehová son las columnas de la tierra, y él afirmó sobre ellas el mundo. El guarda los pies de sus santos, mas los impíos perecen en tinieblas; porque nadie será fuerte por su propia fuerza” (1 S. 2:8-9). Enséñame a comprender, que “no es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos” (1 S. 14:6).
Crea en mí el corazón de un combatiente espiritual, para que yo vea que mis muchas debilidades son para Ti posibilidades para demostrar Tu poder. Cuando otros me atacan con espada, lanza o dardo – o con palabras – ayúdame a mantenerme firme en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, porque Tú, Señor, no salvas con espada ni con lanza, “porque de Jehová es la batalla" (1 S: 17:47). Edúcame en la “palabra de verdad, en poder de Dios, con armas de justicia a diestra y a siniestra” (2 Co. 6:7). Por favor, toma mi cinto. Para mí el cinto es la esencia de la seguridad que mantiene todo unido. Ayúdame, en lugar del mismo, a tomar la armadura que Tú me has dado: a ceñirme los lomos con la verdad, a vestirme con la coraza de justicia, y a calzarme los pies con la disposición a testificar el evangelio de la paz; pero, sobre todo, a tomar el escudo de la fe, con el cual pueda apagar todos los dardos de fuego del maligno. Ayúdame a tomar el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, y a aplicarlos (Ef. 6:14-17). Enséñame a orar y a reconocer el enorme valor – y el privilegio – de la oración (Ef. 6:18). Y Señor, cuando Te haya entregado todo esto completamente, enséñame a no buscarlo otra vez. Por favor, guárdame de buscar con el enemigo, en el mundo y en mí mismo, falsificaciones como reemplazo, porque sé por experiencia que tiendo a hacer eso. Oh, “el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap. 22:13), “la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana” (Ap. 22:16), “… el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven” (Ap. 22:17). “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap. 22:20), porque sé que Tú serás rey, y yo estaré sentado contigo en Tu trono (1 S. 23:17; Ap. 2:25-28; 3:21).
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